jueves, 3 de enero de 2013


La piedra de Luna



Cuenta la leyenda que en el norte de Japón, cerca de la ciudad de Morioka, vivió hace muchos siglos uno de los guerreros más extraodinarios de todos los tiempos. Se llamaba Daigoro, y era tan sagaz y experimentado que era capaz de adivinar con segundos de antelación cualquier movimiento o golpe del adversario, sus piernas eran tan fuertes y veloces que ganaba a la carrera a los mejoras caballos de la región, sus patadas eran auténticos relámpagos que apenas se veian. Daigoro venció en cientos de duelos y nunca nadie logro derrotarle.

Cuando sus cabellos encanecieron, este gran luchador consideró que ya había cultivado suficientemente su YO (fuerza física) y que debía dedicar el resto de su existencia a cultivar su IN (espíritu), así que decidió retirarse como ermitaño a las montañas del lugar. Una mañana primaveral, limpia y radiante, Daigoro dio un beso de despedida a su esposa, bendijo a sus siete hijos y desapareció por un camino que serpenteaba hacia la cumbre de la montaña.

Años después un joven campesino empezó a ganar todos los torneos regionales; se llamaba Takeshi y había aprendido a pelear observando a los animales salvajes. Comenzó a visitar a los mejores maestros del lugar para ponerse bajo su tutela, pero su habilidad era tal que pronto se dio cuenta de que nadie en la región podía aportarle realmente nada nuevo...excepto tal vez el legendario Daigoro. No se sabía con certeza donde habitaba el venerable ermitaño, corrían rumores que afirmaban haberle visto en veinte lugares diferentes. Takeshi envolvió unos cuantos enseres en una manta y se lanzó a la montaña en búsqueda del maestro ermitaño.

Tras vagar por laderas y valles durante casi un centenar de dias con sus noches, una glacial mañana de invierno, el harapiento Takeshi llegó a una hondanada abierta a cuchillo entre barrancos y picachos; allí distinguió a un anciano meditando desnudo bajo una cascada. Así permaneció durante horas y cuando por fin se levantó y se vistió, Takeshi se descolgó por las rocas hasta él y le preguntó con gran cortesía: "Venerable anciano... ¿Sois el legendario Daigoro?, el anciano asintió e invitó a Takeshi a comer con él en su refugio; trás ingerir unos pocos tubérculos y unas cuantas bayas silvestres, Takeshi le planteó directamente la cuestión: "quiero conocer todos los secretos de la lucha". Daigoro le miró fijamente a los ojos y respondió: "Yo ya no vivo parar lo físico sino para el espíritu...de todas formas estoy dispuesto a revelarte mis secretos, si antes superas una prueba: debes traerme una piedra de luna", "¿Donde debo buscarla?" preguntó Takeshi con inquietud. "Eso ya es parte de la prueba". Y dicho esto, el venerable ermitaño se dio la vuelta y comenzó a encender incienso para meditar.

Takeshi partió hacia el norte y conoció las inmensas y gélidas estepas; peleó contra bandidos y lobos hambrientos, aprendió a tirar con arco y la lucha mongola; pero no halló ninguna piedra de luna. Siguió hacia el suroeste y atravesó gigantescos desiertos, su piel ennegreció y se hizo dura como el cuero, aprendió a manejar el cuchillo y a luchar montado a caballo, pero tampoco encontró ninguna piedra de luna entre los habitantes del desierto. Bajó hasta el sur y convivió con los pìratas del mar Arábigo y después con los Santones Hindús, descubrió como la mente puede controlar al cuerpo y como curar con hierbas todas las enfermedades; sin embargo, en ningún lado halló una piedra de luna. Así que siguió hacia el este y aprendió a sobrevivir en el infierno verde de la jungla, le enseñaron como luchar en el agua y como volar  de arbol en arbol; tampoco habían oído hablar de ninguna piedra de luna por aquellos lugares. Subió hacia el noreste, bordeando toda la costa nipona y aprendiendo decenas de sistemas marciales diferentes, y llegó hasta China en donde le enseñaron a manejar la espada y a controlar el chi.

Takesi volvió a Japón desesperanzado por su baldía búsqueda, habían pasado ya más de diez años desde su partida de su región natal.

Una noche que intentaba conciliar el sueño bajo un sauce, junto a la ribera de un rio, observó el trazo luminoso de una estrella fugaz, que fué a caer en un bosque no muy lejano. Se levantó de un brinco y con una tremenda excitación, montó su caballo y se dirigió a galope hacia el lugar donde había caído el meteorito. Takeshi había estudiado astrología con un sabio hindú, por lo que sabía que las estrellas fugazes eran a menudo trozos de luna; se guió por el pequeño incendio causado por el impacto del cuerpo celeste. Se internó corriendo en el bosque y pronto llegó jadeando hasta el claro provocado por el meteorito, en el centro del mismo se había formado un crater en cuyo centro humeante aún brillaba una pequeña piedra de luna al rojo vivo. Algunos arboles y troncos todavía ardían a su alrededor, así que Takeshi se sentó a esperar que muriera el incendio y se enfriara la piedra. La claridad del alba ya empezaba a rasgar la bóveda celeste cuando Takeshi por fin cogió la piedra y se dirigió a un rio cercano para depositarla en agua fria. Al cabo de unas horas hundió la mano en el agua y agarró la piedra; era negra como la noche, del tamaño de un huevo de gallina, pero más pesada que la cabeza de un hacha y aún estaba caliente.

Takeshi tardó un poco más de un par de semanas en alcanzar las montañas en las que vivía Daigoro. Cuando llegó a su humilde morada, este estaba sentado en posición de loto, meditando entre humo de incienso, en la misma posición en la que lo dejó diez años atrás, como si entre las dos escenas hubieran pasado tan solo unos minutos en vez de diez inviernos. Pero el aspecto de ambos delataba claramente el paso del tiempo: Daigoro lucía una interminable nívea barba blanca y arrugas como tajos surcaban su rostro; Takeshi estaba un poco más fornido, su piel era oscura como una sombra y sus pupilas brillaban como brasas. "Ya has vuelto" Murmuró Daigoro sin abrir los ojos. "Sí, y he traido la piedra de luna". "Bien, replicó el anciano, ya te puedes ir". Takeshi le observó extrañado, pasaro minutos largos como siglos y comenzó a entender. Para disipar sus dudas, el venerable ermitaño dijo: "¿No me preguntas por los secretos marciales que prometí revelarte? Veo que has entendido: No te puedo enseñar nada que no sepas ya, que no hayas aprendido en tus viajes. La piedra de luna ha cumplido su misión.

Cuento japones.